Sunday, November 12, 2006

DRÁCULA DE FRANCIS FORD COPPOLA

En el folleto cultural "Puente" del mes de septiembre publicamos el siguiente comentario de cine. Es breve porque el espacio del folleto no me permitía más (menos mal! dirán algunos... entre ellos yo mismo).
La novela inglesa de Bram Stoker ya ha sido revisitada muchas veces. Esta es sólo una más entre tantas versiones existentes del príncipe de los hombres-vampiro.
Sin embargo, Coppola, como es de esperarse, pone su sello distintivo al tratar la historia del Conde Drácula no como un filme de terror, sino como un verdadero drama existencial en torno de la necesidad de redención. Es sabido que Coppola tiene una pasión por el tema de la redención. Este famoso director no soporta la idea de que alguien se vea irremediablemente condenado a una situación de miseria. Y aquí está lo interesante: ¿no es de esperarse que un personaje como el Conde Drácula simplemente sea tan malvado que ni siquiera piense en la posibilidad de redención? O incluso más: ¿No es de esperarse que una criatura inmortal (que puede transformarse en niebla y murciélagos, que puede rejuvenecerse al beber la sangre de mujeres jóvenes y que tiene un ejército de esclavos a su servicio) ni siquiera sienta la necesidad de redención? “¿redención de qué?” podríamos pensar.
Coppola nos presenta una visión en la cual el Conde Drácula, a pesar de todo su poder e inmortalidad, es infeliz y busca redimirse. Para Drácula, ser inmortal es su maldición. Él vive con una sed insaciable de sangre, violencia y lujuria, pero su inmortalidad no le permite presentarse al fin ante Dios y rendir cuentas por sus pecados. Vive en un círculo sin fin de pecado-culpa-pecado. Pero no sólo eso: al ser inmortal, Drácula está completamente solo y sin amor, ya que si él conociera a alguien que le amara, esta persona más tarde o temprano moriría irremediablemente y dejaría a Drácula, el inmortal, sumido en la más amarga soledad. Por otro lado, las personas que él muerde y contagia con su inmortalidad no le aman, sino que están esclavizadas por él, lo cual es radicalmente distinto y el Conde no busca una esclava, sino a alguien que le ame (Drácula sabe que el amor es libre, voluntario y no una compulsión inevitable).
Así vemos a Drácula en esta película: infeliz, miserable, desdichado; incapaz de encontrar un amor que le corresponda, ya que está siempre ante la encrucijada entre amar a alguien que verá morir mientras él sigue en la soledad infinita o esclavizar a la persona amada a la misma condena e infelicidad que él.
Coppola nos hace pensar al menos en un hecho claro: la inmortalidad, tan anhelada por la humanidad en general, no pasa de una maldición si nuestro destino es vivir una vida de miseria espiritual, sin amor y lejos de Dios. Es mejor ser una criatura mortal que ha encontrado a Dios en su camino y que ha aprendido amar y ser amado a tener un ejército de esclavos a su servicio y, aún así, vivir en la más profunda soledad.
Por eso, al final de su versión de Drácula, Coppola no muestra la muerte del Conde como su condena, sino como su salvación. ¡Imperdible perspectiva!