Diciembre de 2007 y el Transantiago sigue ahí. Aún hay personas esperando 45 min. a 1 hora por la micro que antes (en el desastroso y vergonzoso sistema de las micros amarillas) esperaban 15 a 20 min. No me vienen con cuentos. A mí me acaba de pasar hace 2 semanas. Pero también es verdad que antes de eso yo estaba esperando cada vez menos. Lo que me hace pensar precipitadamente – sin instrumentos de análisis (que, como bien sabemos, aunque no aseguran la verdad marcan un poquito el camino hacia ella) – que el Transantiago ha ido mejorando “tendencialmente”, pero que aún tiene sus días malos y sus días pésimos. Así es la cosa. Las soluciones no son rápidas en un estado moderno, excepto en regímenes totalitarios… por razones obvias.
¿Qué podemos ver hoy – a través de lo que Dooyeweerd llamaría “experiencia ingenua” – en el Transantiago? En mi caso, sigo viendo personas amontonadas y apretadas. Me pisan mi eterna uña encarnada a cada rato en el metro y en las micros. La gente se sigue subiendo por atrás para no pagar. Groserías de todo tipo van y vienen entre pasajeros. Se siguen haciendo los dormidos (o, simplemente, los jiles) cuando se sube una embarazada, un anciano o alguien con guagua o paquetes. Me tocó recientemente ir de pie al lado de un hombre con muletas debido a una deformidad de sus caderas (¡también de pie!) y ver cómo le reclamaban a garabatos porque no se corría rápido para hacer más espacio. Escupitajos, obscenidades y manotazos a conductores cansados y estresados. Las estaciones de metro llenas y nadie caminando por su derecha. Personas amontonadas en las puertas de las micros y trenes sin seguir la clásica regla del “dejar bajar antes de subir” ¡y ni pensar en hacer una básica fila en los paraderos mientras se espera la micro!
En fin… veo, aunque no sea políticamente correcto decirlo, que los usuarios han hecho del Transantiago algo peor de lo que ya es.
Tendencias culturales y pecaminosas tales como “no dejar que me hagan jil, haciendo yo jiles a los demás primero” o la del “nadie me dice lo que tengo que hacer, lo hago a mi pinta no más y me sale mejor”, son sólo ejemplos que demuestran que el sistema desastroso y vergonzoso de las micros amarillas funcionaba (sucio, desorganizado, abusivo, etc.) porque era simplemente la viva manifestación de trazos culturales muy fuertemente arraigados en el alma del chileno. Es triste, pero me parece que muchos se sentían cómodos entre tanta basura.
Allí veíamos, por ejemplo, al micrero déspota que se sentía más el dueño de la micro que un prestador de servicio público, con derecho a poner la música al volumen que quisiera, a pararle a quien quisiera y donde quisiera y a echar abajo a quien fuera. Pero la verdad es que el micrero no era un fenómeno aislado de la cultura chilena. Este micrero era la viva imagen del chileno con un poco de poder. Este micrero, era sólo una versión de los “diosecillos” que podemos aún ver en las maestranzas con overol y lentes para soldar, en las construcciones con casco y herramientas en la cintura, en las oficinas con corbata y una parker en el bolsillo de la camisa y hasta en las iglesias con terno, corbata y un anillo de oro en el dedo contando los diezmos que le pertenecen. Son los que piensan y, algunas veces, incluso dicen: “Aquí las cosas se hacen como yo digo; en este metro cuadrado mando yo”. Y es que en nuestro amado Chile, tristemente hay demasiadas personas que son así: pásenle un par de subordinados y ellos se sentirán dioses de un micro-universo. Ellos invaden los más diversos cargos: capataces de obra, supervisores de oficinas contables, personal del sistema público, pastores, productores de televisión, profesores, inspectores de colegios, etc. Obviamente que no estoy diciendo que todos los que están en esas posiciones pecan en ese sentido o son de esa manera; muchos cumplen bien y fielmente sus funciones sabiendo que, en primer lugar, realizan un SERVICIO… pero tristemente es también muy común en nuestro país ver reyezuelos, al más puro estilo del rememorado y nunca bien ponderado “micrero”.
En la contrapartida de la cultura chilensis, entre los subalternos, están los rebeldes o “aniñaos”. Continuaré siendo políticamente incorrecto en este punto, pero es la pura verdad que gran parte de los usuarios del sistema público de transportes son así. Cuántas veces a la semana no oíamos el grito obsceno y ofensivo (generalmente haciendo referencia a su progenitora) al micrero porque no dejaba a alguien en la esquina que quería. Pero: ¡ojo! La regla era hacerlo justo al bajarse, para que no hubiera posibilidad de respuesta… aniñao… ¡pero cobarde! Muchos se creen aniñaos porque nadie los hace tontos, nadie les quita su derecho, nadie arrebata lo que les pertenece, ni siquiera una mujer embarazada cargada con paquetes… “shhh ¡que se quede paradita no más! ¿qué sabe ella acerca del día agotador que tuve?”, piensan muchos mientras miran fijo por la ventana hacia fuera o cierran los ojos para hacerse los dormidos. Y así vamos llegando al colmo de la estupidez y de la falta de amor al prójimo. Esta contraparte de la cultura del transporte público chileno contribuye a pasos agigantados al caos que el diseño y la implementación del Transantiago ya han provocado. Saltar las barandas de las estaciones del metro, meterse corriendo al carro del tren antes que las personas bajen, entrar por la puerta de atrás de la micro para no pagar, etc. son prácticas que forman parte del día a día del aniñao-idiota chileno, el cual, más encima, cuando le ponen una cámara y un micrófono al frente para entrevistarlo, le echa la culpa de todo al estado. “¡Claro! Si es el estado quien debe resolver mi problema y traerme la micro desde la puerta de mi casa hasta la puerta de mi trabajo y hacer que hayan menos embarazadas y viejos deformes en las micros” Y el gobierno socialista, de tendencia estatista (y, por lo tanto, doctrinalmente resistente a reconocer responsabilidades individuales), se queda calladito ante la clara falla de miles de usuarios y, medio que evocando la antigua doctrina rousseauiana (y marxista) del buen salvaje, se apura en tratar a los usuarios como pasivas víctimas y en echarle la culpa a la mala planificación e implementación de los tecnócratas de aquel momento (aunque de forma tímida, pero ya es un paso), a los empresarios, a la mala onda de la oposición de derecha y etc. etc. Pero rara vez oímos al gobierno reconocer también que si hay estrés y abundancia de reclamos es también por culpa de los usuarios que parecen nunca satisfacerse y siempre exigir más en vez de colaborar en lo que se pueda… “¡claro que no! ¿qué culpa tienen? ¡Son todos víctimas de la modernización!” Las palabras del finado presidente Kennedy nos parecen lejanas y sin sentido: “la pregunta no es qué puede hacer tu país por ti sino qué puedes hacer tú por tu país”.
Como vemos la culpa no es 100% del Transantiago. Y es que el sistema anterior, de las micros amarillas, respondía mejor a la cultura del aniñao chileno. Sin planificación, sin orden alguno, pero yo sabía que si me iba a vivir a una nueva población periférica de Santiago, más temprano que tarde se iba a instalar no uno, sino varios recorridos que simplemente respondían a la demanda de usuarios y contribuían a la polución, al estrés y a los tacos. ¡Pero era así que nos gustaba! Con paraderos simbólicos en las calles, que sólo cumplían alguna utilidad en los días de lluvia, y con un sistema que a cada uno dejaba en la esquina de su preferencia. Ahora nos cambian todo… es para mejor, pero no nos gusta, tiene muchas fallas (nadie lo está negando… basta leer mi post anterior sobre el tema), pero no estamos ni ahí con colaborar, sino todo lo contrario: más nos amurramos y menos disposición mostramos para hacer las cosas un poco más llevaderas. Estúpidamente pensamos que ayudar en algo o poner algo de nuestra parte (como salir más temprano de la casa, caminar por la derecha en las estaciones, hacer una fila mientras se espera la micro, etc.) es apoyar a la concertación y no nos damos cuenta que al amurrarnos de manera egoísta simplemente estamos haciendo las cosas más difíciles y estresantes para nosotros mismos y para otros ciudadanos comunes y corrientes ¿No es este también un trazo cultural del chileno?
Muchos chilenos que viven en la subalternidad reaccionan ante la conciencia de ella de las peores formas posibles. Son los aniñaos de todo tipo que resaltan ante el contraste del reyezuelo, del cual hablamos más arriba. Así como hay capataces de obra reyezuelos, también es verdad que hay maestros de la construcción aniñaos que no quieren hacerle caso al capataz, aún cuando ponen en riesgo su vida y la de otros, no siguiendo las instrucciones de seguridad o llegando al trabajo sin dormir, después de una noche de juerga. Así como hay profesores déspotas y barreros, también es verdad que hay no pocos universitarios estúpidos que hacen tanto esfuerzo por fabricarse un buen torpedo que no se dan cuenta que les saldría mejor simplemente estudiar la materia y que, por último, no se trata de sacarse una buena nota sino de ser un buen profesional. Así como hay jefecillos de oficina abusivos, también hay empleados de oficina que pierden horas chateando en el messenger y que después reclaman porque todos en la empresa ascienden menos él. Así como hay padres de familia machistas y egoístas que no le dan un peso extra a su mujer para sus gastos (pero que siempre tienen para salir con sus amigos), también hay dueñas de casa codiciosas que terminan engañadas en una estafa del tipo “fajo de billetes que caen al suelo” o “compra de artículos electrónicos por teléfono” por querer hacerse las aniñás e independientes. Así como hay pastores que se creen dueños de su rebaño, también hay feligreses aniñaos que no soportan que se les dé una instrucción, por más bíblica y razonable que esta sea, y que ante cualquier contrariedad se sienten “muy heridos” y “pasados a llevar”, cambiándose de iglesia cada 2 ó 3 años, constituyendo una nueva denominación a su pinta o peor: quedándose en la iglesia sólo para formar un grupo de oposición que se dedicará a criticar a escondidas y a echar abajo cada idea que el pastor presente. En fin… el aniñao está presente en nuestra cultura y siempre busca ser “el más vivo”, es esa mezcla de soberbia y cobardía con la cual, escondidos detrás de la multitud, gritamos obscenidades y ofensas gratuitas al conductor, esperando que no nos vea por el espejo retrovisor.
El aniñao es un ser egoísta. No mira por los demás, no tiene visión de país, no tiene aspiraciones más altas que su prosperidad financiera personal: un título universitario (a veces) o un empleo relativamente bueno, un auto, platita pal carrete y, si es posible, una casa propia. A este tipo, hacer de su país un país mejor le suena a estupideces de 2º básico. Él ya está muy grande para esas “leseras”. Hacer un esfuerzo por algo que no le traerá beneficios inmediatos y personales sino para otros, ni siquiera se le pasa por la mente. Es el ciudadano que a las 4 de la mañana sale del pub diciendo: “curao manejo mejor”, el cual, más allá de las bromas y siendo fieles a la realidad, no pasa de un total y absoluto imbécil.
Toda esta situación me hizo pensar en mi viejo amigo Foucault y sus perspicaces teorías de lo social. Foucault decía que entre las características de la modernización está el ejercicio creativo del poder, el cual no se ejerce solamente desde un aparato centralizado y centralizador como el estado, sino también en lo microsocial, en lo periférico. Un poder que vigila, que lo observa todo, al modo del panóptico de Jeremy Bentham es el ideal de una sociedad moderna, donde sentimos que nos vigilan constantemente hasta que llega un punto en el cual nosotros comenzamos a vigilarnos a nosotros mismos. Una sociedad donde los cuerpos son disciplinados no por el estado exclusivamente, sino por la escuela (pública y privada por igual), por las iglesias, por la familia, por los colegas, por los médicos (sobre todo por los médicos…), por medios de comunicación tales como enciclopedias familiares, documentales y dibujos animados sobre higiene (¿quién no se acuerda de “Érase una vez la vida”?), etc. Algunos leen a Foucault y concluyen precipitadamente que todo esto que él describe es malo per se… muy malo. Pero, aunque él reconocía la perversidad que ciertamente hay en estos sistemas, ni siquiera el mismo Foucault consideraba que el poder en sí mismo fuera malo. Y en esto él se oponía a grandes como Jean-Paul Sartre. Él sabía que el ejercicio del poder era parte de la condición humana, simplemente. Y en una sociedad moderna todos somos sujetos del poder… porque estamos tanto sujetos al poder o a los poderes que son ejercidos sobre nosotros como también ejercemos el poder o los poderes sobre otros. Una gran red de poder y vigilancia panóptica: he ahí una de las principales características de lo moderno según Foucault que permite que haya orden y que todos sean beneficiados.
¿Qué le falta a la modernización chilena? ¿Mayor disciplinamiento para generar cuerpos dóciles? ¿Una serie de dibujos animados que nos enseñe a cómo comportarse en la ciudad? ¿Panópticos en el sistema público de transporte que nos hagan tomar conciencia de que, como sociedad, somos un todo orgánico y que no podemos andar recorriendo la ciudad (ni la vida) pensando sólo en nosotros mismos y sin disposición a ceder en algunos derechos personales para que todos seamos beneficiados? Sinceramente… no lo sé.
Pero sí sé una cosa: el pecado es la raíz de nuestros males sociales. No hay buen salvaje (Rm 1.18.32), todos somos responsables por nuestros actos y no somos el simple producto de condicionamientos pavlovianos. Podrán haber panópticos que disminuyan el impacto, pero si el problema del corazón no se resuelve, los trazos culturales pecaminosos no desparecerán, simplemente se reinventarán ¿Cuánto duraría dicho disciplinamiento moderno en Chile? ¿Acaso en países modernos como Francia no hay desmanes de multitudes cansadas e iracundas ni incendios de micros? Aunque no lo queramos creer, la gran verdad es que la iglesia evangélica es, en buena parte, responsable de estos trazos culturales chilenos. Somos responsables porque nos hemos limitado a llevar a las personas a simplemente hacer una oración para salvar su alma y después de eso a venir a la iglesia todas las semanas, pero ellos no son desafiados desde nuestros púlpitos o clases de Escuela Dominical o grupos celulares a ser buenos ciudadanos ni a involucrarse activamente en la vida cultural de nuestro país. Mucha sanidad interior, pero poca sanidad social y cultural. “Soy hijo del rey” dicen los evangélicos y la antigua y pagana práctica cultural del reyezuelo simplemente se reinventa y se perpetúa. “Fui comprado por precio ¡Aleluya!”, dicen, y de esa manera muchos evangélicos se sienten con autoridad para violar las leyes de su país o pasar por encima de los derechos de los demás porque al fin y al cabo "ellos son, simplemente, filisteos incircuncisos, pero yo soy la niña de los ojos de Cristo ¡Aleluya!”.
¡Qué fácil es sacar la enseñanza bíblica de contexto y perpetuar en nosotros trazos culturales malignos, justificándolos descaradamente! Hemos fallado como iglesia evangélica. Somos el 17% de la población chilena y nuestros pastores son portada de revistas y diarios… con menos que eso los hugonotes del siglo XVI casi transformaron Francia, hasta que los mataron o expulsaron y los que fueron expulsados acabaron siendo los principales sujetos del cambio social y cultural de Bélgica, Holanda y Suiza. ¿Por qué no se nota la presencia evangélica en Chile, a través de una cultura más servicial, por ejemplo? Creo sinceramente que en Chile habría menos reyezuelos y menos aniñados si, simplemente, nos dedicáramos a conocer y a vivir con compromiso el Sermón del Monte.
Si los evangélicos comenzamos a vivir un poco menos en función de la auto-ayuda, de la escatología, de la sanidad interior y de la “renovación de la alabanza” y más en función de la abnegación, de la renuncia sincera y del costo del discipulado, no tengo dudas de que incluso el Transantiago será una experiencia más llevadera para todos los chilenos, tanto “escogidos” como “incircuncisos”… al fin y al cabo ¿no es de eso que se trata ser sal de la tierra?
¿Qué podemos ver hoy – a través de lo que Dooyeweerd llamaría “experiencia ingenua” – en el Transantiago? En mi caso, sigo viendo personas amontonadas y apretadas. Me pisan mi eterna uña encarnada a cada rato en el metro y en las micros. La gente se sigue subiendo por atrás para no pagar. Groserías de todo tipo van y vienen entre pasajeros. Se siguen haciendo los dormidos (o, simplemente, los jiles) cuando se sube una embarazada, un anciano o alguien con guagua o paquetes. Me tocó recientemente ir de pie al lado de un hombre con muletas debido a una deformidad de sus caderas (¡también de pie!) y ver cómo le reclamaban a garabatos porque no se corría rápido para hacer más espacio. Escupitajos, obscenidades y manotazos a conductores cansados y estresados. Las estaciones de metro llenas y nadie caminando por su derecha. Personas amontonadas en las puertas de las micros y trenes sin seguir la clásica regla del “dejar bajar antes de subir” ¡y ni pensar en hacer una básica fila en los paraderos mientras se espera la micro!
En fin… veo, aunque no sea políticamente correcto decirlo, que los usuarios han hecho del Transantiago algo peor de lo que ya es.
Tendencias culturales y pecaminosas tales como “no dejar que me hagan jil, haciendo yo jiles a los demás primero” o la del “nadie me dice lo que tengo que hacer, lo hago a mi pinta no más y me sale mejor”, son sólo ejemplos que demuestran que el sistema desastroso y vergonzoso de las micros amarillas funcionaba (sucio, desorganizado, abusivo, etc.) porque era simplemente la viva manifestación de trazos culturales muy fuertemente arraigados en el alma del chileno. Es triste, pero me parece que muchos se sentían cómodos entre tanta basura.
Allí veíamos, por ejemplo, al micrero déspota que se sentía más el dueño de la micro que un prestador de servicio público, con derecho a poner la música al volumen que quisiera, a pararle a quien quisiera y donde quisiera y a echar abajo a quien fuera. Pero la verdad es que el micrero no era un fenómeno aislado de la cultura chilena. Este micrero era la viva imagen del chileno con un poco de poder. Este micrero, era sólo una versión de los “diosecillos” que podemos aún ver en las maestranzas con overol y lentes para soldar, en las construcciones con casco y herramientas en la cintura, en las oficinas con corbata y una parker en el bolsillo de la camisa y hasta en las iglesias con terno, corbata y un anillo de oro en el dedo contando los diezmos que le pertenecen. Son los que piensan y, algunas veces, incluso dicen: “Aquí las cosas se hacen como yo digo; en este metro cuadrado mando yo”. Y es que en nuestro amado Chile, tristemente hay demasiadas personas que son así: pásenle un par de subordinados y ellos se sentirán dioses de un micro-universo. Ellos invaden los más diversos cargos: capataces de obra, supervisores de oficinas contables, personal del sistema público, pastores, productores de televisión, profesores, inspectores de colegios, etc. Obviamente que no estoy diciendo que todos los que están en esas posiciones pecan en ese sentido o son de esa manera; muchos cumplen bien y fielmente sus funciones sabiendo que, en primer lugar, realizan un SERVICIO… pero tristemente es también muy común en nuestro país ver reyezuelos, al más puro estilo del rememorado y nunca bien ponderado “micrero”.
En la contrapartida de la cultura chilensis, entre los subalternos, están los rebeldes o “aniñaos”. Continuaré siendo políticamente incorrecto en este punto, pero es la pura verdad que gran parte de los usuarios del sistema público de transportes son así. Cuántas veces a la semana no oíamos el grito obsceno y ofensivo (generalmente haciendo referencia a su progenitora) al micrero porque no dejaba a alguien en la esquina que quería. Pero: ¡ojo! La regla era hacerlo justo al bajarse, para que no hubiera posibilidad de respuesta… aniñao… ¡pero cobarde! Muchos se creen aniñaos porque nadie los hace tontos, nadie les quita su derecho, nadie arrebata lo que les pertenece, ni siquiera una mujer embarazada cargada con paquetes… “shhh ¡que se quede paradita no más! ¿qué sabe ella acerca del día agotador que tuve?”, piensan muchos mientras miran fijo por la ventana hacia fuera o cierran los ojos para hacerse los dormidos. Y así vamos llegando al colmo de la estupidez y de la falta de amor al prójimo. Esta contraparte de la cultura del transporte público chileno contribuye a pasos agigantados al caos que el diseño y la implementación del Transantiago ya han provocado. Saltar las barandas de las estaciones del metro, meterse corriendo al carro del tren antes que las personas bajen, entrar por la puerta de atrás de la micro para no pagar, etc. son prácticas que forman parte del día a día del aniñao-idiota chileno, el cual, más encima, cuando le ponen una cámara y un micrófono al frente para entrevistarlo, le echa la culpa de todo al estado. “¡Claro! Si es el estado quien debe resolver mi problema y traerme la micro desde la puerta de mi casa hasta la puerta de mi trabajo y hacer que hayan menos embarazadas y viejos deformes en las micros” Y el gobierno socialista, de tendencia estatista (y, por lo tanto, doctrinalmente resistente a reconocer responsabilidades individuales), se queda calladito ante la clara falla de miles de usuarios y, medio que evocando la antigua doctrina rousseauiana (y marxista) del buen salvaje, se apura en tratar a los usuarios como pasivas víctimas y en echarle la culpa a la mala planificación e implementación de los tecnócratas de aquel momento (aunque de forma tímida, pero ya es un paso), a los empresarios, a la mala onda de la oposición de derecha y etc. etc. Pero rara vez oímos al gobierno reconocer también que si hay estrés y abundancia de reclamos es también por culpa de los usuarios que parecen nunca satisfacerse y siempre exigir más en vez de colaborar en lo que se pueda… “¡claro que no! ¿qué culpa tienen? ¡Son todos víctimas de la modernización!” Las palabras del finado presidente Kennedy nos parecen lejanas y sin sentido: “la pregunta no es qué puede hacer tu país por ti sino qué puedes hacer tú por tu país”.
Como vemos la culpa no es 100% del Transantiago. Y es que el sistema anterior, de las micros amarillas, respondía mejor a la cultura del aniñao chileno. Sin planificación, sin orden alguno, pero yo sabía que si me iba a vivir a una nueva población periférica de Santiago, más temprano que tarde se iba a instalar no uno, sino varios recorridos que simplemente respondían a la demanda de usuarios y contribuían a la polución, al estrés y a los tacos. ¡Pero era así que nos gustaba! Con paraderos simbólicos en las calles, que sólo cumplían alguna utilidad en los días de lluvia, y con un sistema que a cada uno dejaba en la esquina de su preferencia. Ahora nos cambian todo… es para mejor, pero no nos gusta, tiene muchas fallas (nadie lo está negando… basta leer mi post anterior sobre el tema), pero no estamos ni ahí con colaborar, sino todo lo contrario: más nos amurramos y menos disposición mostramos para hacer las cosas un poco más llevaderas. Estúpidamente pensamos que ayudar en algo o poner algo de nuestra parte (como salir más temprano de la casa, caminar por la derecha en las estaciones, hacer una fila mientras se espera la micro, etc.) es apoyar a la concertación y no nos damos cuenta que al amurrarnos de manera egoísta simplemente estamos haciendo las cosas más difíciles y estresantes para nosotros mismos y para otros ciudadanos comunes y corrientes ¿No es este también un trazo cultural del chileno?
Muchos chilenos que viven en la subalternidad reaccionan ante la conciencia de ella de las peores formas posibles. Son los aniñaos de todo tipo que resaltan ante el contraste del reyezuelo, del cual hablamos más arriba. Así como hay capataces de obra reyezuelos, también es verdad que hay maestros de la construcción aniñaos que no quieren hacerle caso al capataz, aún cuando ponen en riesgo su vida y la de otros, no siguiendo las instrucciones de seguridad o llegando al trabajo sin dormir, después de una noche de juerga. Así como hay profesores déspotas y barreros, también es verdad que hay no pocos universitarios estúpidos que hacen tanto esfuerzo por fabricarse un buen torpedo que no se dan cuenta que les saldría mejor simplemente estudiar la materia y que, por último, no se trata de sacarse una buena nota sino de ser un buen profesional. Así como hay jefecillos de oficina abusivos, también hay empleados de oficina que pierden horas chateando en el messenger y que después reclaman porque todos en la empresa ascienden menos él. Así como hay padres de familia machistas y egoístas que no le dan un peso extra a su mujer para sus gastos (pero que siempre tienen para salir con sus amigos), también hay dueñas de casa codiciosas que terminan engañadas en una estafa del tipo “fajo de billetes que caen al suelo” o “compra de artículos electrónicos por teléfono” por querer hacerse las aniñás e independientes. Así como hay pastores que se creen dueños de su rebaño, también hay feligreses aniñaos que no soportan que se les dé una instrucción, por más bíblica y razonable que esta sea, y que ante cualquier contrariedad se sienten “muy heridos” y “pasados a llevar”, cambiándose de iglesia cada 2 ó 3 años, constituyendo una nueva denominación a su pinta o peor: quedándose en la iglesia sólo para formar un grupo de oposición que se dedicará a criticar a escondidas y a echar abajo cada idea que el pastor presente. En fin… el aniñao está presente en nuestra cultura y siempre busca ser “el más vivo”, es esa mezcla de soberbia y cobardía con la cual, escondidos detrás de la multitud, gritamos obscenidades y ofensas gratuitas al conductor, esperando que no nos vea por el espejo retrovisor.
El aniñao es un ser egoísta. No mira por los demás, no tiene visión de país, no tiene aspiraciones más altas que su prosperidad financiera personal: un título universitario (a veces) o un empleo relativamente bueno, un auto, platita pal carrete y, si es posible, una casa propia. A este tipo, hacer de su país un país mejor le suena a estupideces de 2º básico. Él ya está muy grande para esas “leseras”. Hacer un esfuerzo por algo que no le traerá beneficios inmediatos y personales sino para otros, ni siquiera se le pasa por la mente. Es el ciudadano que a las 4 de la mañana sale del pub diciendo: “curao manejo mejor”, el cual, más allá de las bromas y siendo fieles a la realidad, no pasa de un total y absoluto imbécil.
Toda esta situación me hizo pensar en mi viejo amigo Foucault y sus perspicaces teorías de lo social. Foucault decía que entre las características de la modernización está el ejercicio creativo del poder, el cual no se ejerce solamente desde un aparato centralizado y centralizador como el estado, sino también en lo microsocial, en lo periférico. Un poder que vigila, que lo observa todo, al modo del panóptico de Jeremy Bentham es el ideal de una sociedad moderna, donde sentimos que nos vigilan constantemente hasta que llega un punto en el cual nosotros comenzamos a vigilarnos a nosotros mismos. Una sociedad donde los cuerpos son disciplinados no por el estado exclusivamente, sino por la escuela (pública y privada por igual), por las iglesias, por la familia, por los colegas, por los médicos (sobre todo por los médicos…), por medios de comunicación tales como enciclopedias familiares, documentales y dibujos animados sobre higiene (¿quién no se acuerda de “Érase una vez la vida”?), etc. Algunos leen a Foucault y concluyen precipitadamente que todo esto que él describe es malo per se… muy malo. Pero, aunque él reconocía la perversidad que ciertamente hay en estos sistemas, ni siquiera el mismo Foucault consideraba que el poder en sí mismo fuera malo. Y en esto él se oponía a grandes como Jean-Paul Sartre. Él sabía que el ejercicio del poder era parte de la condición humana, simplemente. Y en una sociedad moderna todos somos sujetos del poder… porque estamos tanto sujetos al poder o a los poderes que son ejercidos sobre nosotros como también ejercemos el poder o los poderes sobre otros. Una gran red de poder y vigilancia panóptica: he ahí una de las principales características de lo moderno según Foucault que permite que haya orden y que todos sean beneficiados.
¿Qué le falta a la modernización chilena? ¿Mayor disciplinamiento para generar cuerpos dóciles? ¿Una serie de dibujos animados que nos enseñe a cómo comportarse en la ciudad? ¿Panópticos en el sistema público de transporte que nos hagan tomar conciencia de que, como sociedad, somos un todo orgánico y que no podemos andar recorriendo la ciudad (ni la vida) pensando sólo en nosotros mismos y sin disposición a ceder en algunos derechos personales para que todos seamos beneficiados? Sinceramente… no lo sé.
Pero sí sé una cosa: el pecado es la raíz de nuestros males sociales. No hay buen salvaje (Rm 1.18.32), todos somos responsables por nuestros actos y no somos el simple producto de condicionamientos pavlovianos. Podrán haber panópticos que disminuyan el impacto, pero si el problema del corazón no se resuelve, los trazos culturales pecaminosos no desparecerán, simplemente se reinventarán ¿Cuánto duraría dicho disciplinamiento moderno en Chile? ¿Acaso en países modernos como Francia no hay desmanes de multitudes cansadas e iracundas ni incendios de micros? Aunque no lo queramos creer, la gran verdad es que la iglesia evangélica es, en buena parte, responsable de estos trazos culturales chilenos. Somos responsables porque nos hemos limitado a llevar a las personas a simplemente hacer una oración para salvar su alma y después de eso a venir a la iglesia todas las semanas, pero ellos no son desafiados desde nuestros púlpitos o clases de Escuela Dominical o grupos celulares a ser buenos ciudadanos ni a involucrarse activamente en la vida cultural de nuestro país. Mucha sanidad interior, pero poca sanidad social y cultural. “Soy hijo del rey” dicen los evangélicos y la antigua y pagana práctica cultural del reyezuelo simplemente se reinventa y se perpetúa. “Fui comprado por precio ¡Aleluya!”, dicen, y de esa manera muchos evangélicos se sienten con autoridad para violar las leyes de su país o pasar por encima de los derechos de los demás porque al fin y al cabo "ellos son, simplemente, filisteos incircuncisos, pero yo soy la niña de los ojos de Cristo ¡Aleluya!”.
¡Qué fácil es sacar la enseñanza bíblica de contexto y perpetuar en nosotros trazos culturales malignos, justificándolos descaradamente! Hemos fallado como iglesia evangélica. Somos el 17% de la población chilena y nuestros pastores son portada de revistas y diarios… con menos que eso los hugonotes del siglo XVI casi transformaron Francia, hasta que los mataron o expulsaron y los que fueron expulsados acabaron siendo los principales sujetos del cambio social y cultural de Bélgica, Holanda y Suiza. ¿Por qué no se nota la presencia evangélica en Chile, a través de una cultura más servicial, por ejemplo? Creo sinceramente que en Chile habría menos reyezuelos y menos aniñados si, simplemente, nos dedicáramos a conocer y a vivir con compromiso el Sermón del Monte.
Si los evangélicos comenzamos a vivir un poco menos en función de la auto-ayuda, de la escatología, de la sanidad interior y de la “renovación de la alabanza” y más en función de la abnegación, de la renuncia sincera y del costo del discipulado, no tengo dudas de que incluso el Transantiago será una experiencia más llevadera para todos los chilenos, tanto “escogidos” como “incircuncisos”… al fin y al cabo ¿no es de eso que se trata ser sal de la tierra?
2 comments:
Buen post oye (un poquito largo, te fuiste al chancho)
Ciertamente estamos como sociedad cada vez más biños esperando que nuestro papi-mami estado nos de y nos cuide...sino vamos a mañosear y manipular cual guagua de 1 año.
Mi aporte es ahora andar más en micro que metro.
saludos!
Oye sí... me fui al chancho... sorry...
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